martes, 8 de noviembre de 2011

Relato de terror. El cuchillo de sierra



El cuchillo de sierra

El cuchillo de hoja dentada resbalaba entre mis dedos, pegajosos a causa de la viscosidad que impregnaba la empuñadura plastificada.
Las inserciones fueron haciéndose más profundas a medida que trinchaba carne y huesos. Había zonas más tiernas, otras completamente impracticables, rincones óseos que casi me hicieron desistir en mi empeño por serrarlos. Los cartílagos se tronzaban bajo mi cuchillo, por lo que lentamente y con maña, fui deshaciendo las articulaciones hasta lograr separar los cuatro miembros… y finalmente, el cuello.
Admiré mi obra; expuesta sobre la mesa tal como lo estaría un prodigioso retrato en la pared de una pinacoteca. La vieja cocina estaba envuelta en un aura arcana de la que no podía ni deseaba huir. Era como si un mundo encerrado en otro mayor me hubiese absorbido a mí en su interior. Los colores de las paredes, así como el suelo terroso, estaban ataviados por salpicaduras carmesís. Los vidrios tintados de los ventanales permanecían ocultos bajo las persianas rotas, ocultando así todo contacto con el exterior. Era curioso como en medio del más completo caos, mi alma podía hallar la paz… desearla y no querer estar en otro lugar. 

Entonces algo enturbió mi sosiego. Una llamada seca con su consiguiente reverberación. Y tras esta, toda una sucesión de nuevos timbrazos, cada vez más contundentes… más desesperados. Alguien que requería inmediata atención de mi persona, me esperaba al otro lado de la puerta principal.

A regañadientes, interrumpí mi tarea para averiguar quién era el causante de la ruptura de mi calma. Solté el cuchillo dentado sobre la mesa, en el mismo lugar en el que dejé el cuerpo desmembrado. Caminé a pasos raudos hacia la puerta, y cuando estuve frente a frente con ella, alcé mi extremidad derecha hacia su pomo.

La sangre cubriendo por completo mi mano, fue para mí toda una revelación: era como si no me hubiese fijado en ella hasta entonces, al menos no con la suficiente claridad en mi mente. Comprobé perplejo como mi cuerpo entero estaba bañado en aquel flujo rojo y viscoso, pero aquel ataque de cordura duró apenas una milésima de segundo. Era como si ya no poseyese alma… o conciencia. Pero la ventaja de eso era que ya nada volvería a preocuparme; ni las desavenencias de la vida, ni tampoco los horrores de la muerte.

Abrí la puerta, y al instante la llamada cesó. Tan solo acudió a mi encuentro el viento, que empujó violento su furia hacia el interior, como si huyese de la oscuridad de la noche. Observé la entrada, la lóbrega calle a lo lejos tan solo alumbrada fugazmente por una intermitente farola. No había nadie…

Cerré la puerta tras de mí. Me dirigí raudo a la cocina, dispuesto a terminar mi cometido, pero encontrándome tan solo con la mesa vacía. El cuerpo había desaparecido junto con el gran cuchillo de sierra.

De nuevo aquella llamada, intermitente y cada vez más acelerada. Pero ahora no poseía el eco metálico del timbre, sino el tacto hueco de la madera… Era como si proviniese del sótano.

Nunca había pisado aquel lugar, no obstante, encontré su acceso tan pronto, que parecía que había vivido toda mi vida en esa casa. Descendí las resecas escaleras, tablas rechinantes que delataban uno a uno mis pasos, inmersos en la oscuridad de un sótano tan solo iluminado por un pequeño ventanal. Precisamente ahí me dirigía, y cuando me acerqué, comprobé que el ruido de la llamada provenía del propio viento golpeando el ventanuco contra la pared. El cerrojo de hierro había sido cortado, y las marcas zigzagueantes en el metal, indicaban que se había hecho con un cuchillo de sierra extremadamente afilado.

De pronto sentí inquietud tras mi espalda, justo allí donde mis ojos no alcanzaban a ver. Me giré en redondo. Ante mi, las cinco extremidades que antes había serrado, se habían aliado con el viento que ahora campaba por la casa. Cada una pendía en el aire sostenida por finos hilos invisibles, y colocada a escala; de forma que de tener cuerpo, este encajaría perfectamente con sus antiguos integrantes.

La consciencia que hasta entonces me había sido arrebatada, regresó en el momento más inoportuno; mi despertar fue tan atroz como perder el efecto de la anestesia en plena operación. Entonces sentí la sangre sobre mi cuerpo, el peso de mis actos sobre mi conciencia, y el pánico de quien espera su muerte en silencio, pues sabe que no puede escapar a ella. Pero ahora que había sido liberado del dominio que me había obligado a cometer tales barbaridades, era preso de otra nueva maldición: mi propio terror. Un miedo tan atronador que tan solo logré gritar…

Los brazos amputados se extendían hacia mí con las falanges abarcando la nada, como si reclamasen la sangre que les pertenecía y ahora me ensuciaba. Una de las manos se cerró de repente, y en su puño distinguí aferrado mi propio cuchillo dentado. El rostro marmóreo esgrimió una macabra sonrisa en su boca. Los mortecinos parpados se abrieron; y fue en ese preciso momento en que las pupilas me enfocaron, cuando mi pecho fue traspasado, perforado vehementemente por mi propio cuchillo de sierra.

 

A la mañana siguiente sobrevolé el barrio. El paraje me resultaba parcialmente familiar. Era como si mis pies lo hubiesen recorrido hace tiempo, al margen de mi propio consentimiento.

Estaba atardeciendo cuando volví a ver la casa. Sus paredes pálidas eran cual sepulcro blanqueado; de exterior impoluto y putrefactas entrañas. Sus jardines inmaculados sembrados de mil flores de colores, jamás darían la impresión de ocultar entre ellos a la mismísima casa de los horrores. La fachada era la tapadera perfecta a aquella esencia, a esa fuerza misteriosa que me había robado el alma y el control de mis actos, y que aún ahora no alcanzaba a comprender del todo. Quizás nunca nadie lo hiciera…

Un joven caminaba a lo lejos; sus pisadas retumbaban al otro lado de la calle. Sentí que mi nuevo cuerpo céfiro me impulsaba con fuerza hacia el viandante, cada vez más impetuosamente, como si la fuerza que seguía rigiéndome se impacientase. Cuando rocé el contorno del peatón, este se estremeció. Sus cabellos se agitaron violentos, y sus ojos quedaron fijos cual mirada de maniquí. Como si de repente le hubiese abandonado su esencia… su propio albedrío. Aquélla situación de pronto me resultaba muy familiar: ya la había vivido antes.

Mi nuevo cuerpo de viento controló la mente del viandante. El títere siguió mi propia voz muda; se dirigió hacia la casa, traspasó su puerta, y la cerró tras de sí con violencia.

 

Llamé al timbre a media noche. El joven acudió a abrirme ensangrentado. Me colé hasta la cocina sin que este siquiera lo percibiera gracias a mi apariencia ligera. Los fragmentos que había esparcidos sobre la mesa, una vez había pertenecido a mi propio cuerpo. Y el arma dentada que permanecía clavada al lado de mi cadáver, iluminó su empuñadura grabada, impeliendo su maldición al propio viento. Me pareció que sus dientes de sierra reían, orgullosos de sus poderes cada vez que el cuchillo se hacía con el alma de una nueva víctima.

Aquella era una herencia condenada a perpetuarse mientras el cuchillo de sierra permaneciera. Desde aquel día fui viento errante, sin cuerpo ni voluntad. Buscando nuevas víctimas para un amo invisible, cuya sed de sangre jamás podría contentar.

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