lunes, 21 de noviembre de 2011

Memorias al viento. Un relato sobre el alzheimer.


Licencia de la imagen: flickr

Memorias al viento

23 de Enero del 2007.
El sol bañaba mi ventana con su calor, a la par que evocaba en mi mente recuerdos fugaces, memorias de una vida pasada que a veces juraría que nunca había existido.  

Aquella mañana desperté en un lugar desconocido. De hecho todo lo era, a excepción de pequeñas cosas primarias. Por ejemplo, sabía cómo pronunciar palabras, incluso como ordenarlas hasta dar significado a mis dichos. No obstante,  no lograba revivir la figura de quien me había enseñado a hablar, ni tampoco de si había intercambiado palabras con alguien alguna vez. Intuía que tenía hambre, pero no recordaba cual era mi comida favorita, ni con quien había compartido mis almuerzos durante los últimos 79 años. Insistían en que esa era mi edad, y yo, indefenso y vacío, era como un recién nacido que acaba de conocer el mundo, un infante desprotegido al que han de recordarle hasta quién es.

Alzheimer. Ese parecía mi segundo nombre, ya que solían pronunciar ambos en la misma frase. ¿Cómo era posible que una sola palabra justificase lo que ni yo mismo alcanzaba a comprender?

Percibí que había alguien conmigo en la habitación, una mujer que no vestía uniforme blanco. Su rostro era agradable, perlado como el mármol, enmarcado por sus largos cabellos castaños. Ella tocó mi hombro con la delicadeza con la que se rozaría un pedazo de cielo. Su semblante mostraba una sonrisa forzada, no secundada por sus ojos, vidriosos como si retuvieran el llanto tras sus pupilas esmeraldas. Sus labios temblaron como si luchasen por pronunciar unas palabras que finalmente no llegaron.

¿Quién eres?Le pregunté intrigado.
¿Recuerdas que una vez amaste…? Musitó ella.  

            Fue como si el sonido de aquella voz hubiese abierto una puerta hace mucho cerrada. Su cara, que desde un principio había visto tan bella, evocó en mi mente el rostro de mi único amor: Gabriela. Aquella a quien no sabía ni cuándo ni dónde, había olvidado y perdido.
            Rememoré el día en que nos conocimos, nuestros paseos por la playa, el anillo de diamantes que había escondido en su vino. Estaba tan feliz de haberla recordado… Ahora que ella estaba a mi lado, que mis recuerdos habían regresado, podría ser al fin dueño de mi propio tiempo perdido.

Gabriela… mi amada Susurré mientras acariciaba con dulzura su cara—. ¿Cómo pude haberte olvidado siquiera un instante?

            La muchacha se abatió en medio de mi alegría, al igual que se derrite el hielo entre la calidez del día. Sus próximas palabras se clavaron en mí fatigada alma, tal y como haría una profunda espina en la carne desprotegida.

Así se llamaba también mi madre. La mujer a la que una vez amaste.
¿Cómo es posible? Exclamé consternado.

Hace ya diez años que su cuerpo exhaló su último aliento. Y poco después, tu mente comenzó a olvidar y a confundir recuerdos, quizás para poder sobrevivir al dolor de su muerte. Yo soy aquella hija a la que nunca conociste. Ahora que al fin te he encontrado, yo misma te relataré tus recuerdos pasados, y también te ayudaré a escribir otros nuevos.

Su mano se entrelazó a la mía, y entonces contemplé ambas extremidades contiguas. Una tersa, de largos dedos lisos. La otra una pasa herida. No, de ninguna manera podía ser ella mi Gabriela. Mi amor había muerto ante mis propios ojos, y jamás había podido vivir con ello, ni sin ella. Era como si hubiese estado recorriendo un túnel desde hacía demasiado tiempo, tanto que había olvidado su principio, y si me dirigía hacia algún final.

Tras abandonar mis cavilaciones, descubrí que estaba ante una cálida ventana, en una habitación que juraría no haber visto nunca antes. Mis ojos observaban la situación  sin comprenderla: Había una bella mujer conmigo, llorando a lágrima viva sobre mi hombro. Traté de consolarla, pero ni siquiera recordaba cuando había llegado a mi lado.



12 de Febrero del 2007.

Hoy fue mi nacimiento, pero mis manos arrugadas pegadas al tibio cristal del ventanal, me indicaban burlonas que yo ya era un antiguo conocido del tiempo.

A mi lado, un niño de cabellos castaños y ojos verde esmeralda, jugaba en el suelo con su muñeco de trapo. No reconocía aquella estancia, pero era acogedora, cálida como el brillo del sol en la ventana, agradable como el mantón que alguien había colocado sobre mis hombros.

Entonces irrumpió en la habitación una mujer muy agraciada. La muchacha me contempló con ternura, con su rostro sonriente y su mirada cálida, tras lo que se dirigió hacia mí para tomar al niño en brazos.

Era como si me conociese mejor que yo mismo; en cambio, yo no sabía quién era ella: de hecho, no había más recuerdos en mi cabeza que el calor del sol en el ventanal aquella nueva mañana. Mis memorias debían hallarse muy lejos, diluidas en el propio viento. No se puede extrañar lo que se desconoce, aunque sí se pueda sentir su frío puñal en el alma. Clavado en el vacío de la mente; en ese lugar secreto en el que deberían alojarse recuerdos… y sin embargo, no hay nada.

—¡Abuelo! –Exclamó el muchacho—. ¿Volverás a contarme tus historias?

—Lo siento pequeño, me temo que no recuerdo nada que contarte.

El niño rió. Era como si ya hubiésemos tenido una infinidad de veces esa misma conversación, pues pese a su corta edad rápidamente señaló el libro que tenía sobre mis rodillas.

            Abrí la primera página, donde tan solo había un título: “Mis memorias”. En ese preciso instante, me recordé a mi mismo escribiendo mis recuerdos en el diario al lado de mi tenaz hija. También me vi relatándole a mi nieto las anécdotas que había ido recordando, escribiendo y volviendo a recordar cuando las releía.

A medida que comenzaba a leer en voz alta, volvía a ser yo, al menos por un breve instante. Y entonces, cuando era consciente de mi situación, me aterraba la idea de volver a perderme.

Los recuerdos pueden extinguirse tal y como lo hace la llama de una vela. Pero aun a tientas, a veces es posible encontrar el camino de vuelta entre las penumbras de la memoria.

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