domingo, 20 de noviembre de 2011

Relato de humor. Johnny Pelusa

Johnny Pelusa
Ilustración: Charo Delgado

Johnny era un rudo vaquero de esos que en vez de avergonzarse de su falta de higiene, alardean de su ducha anual (que se produce siempre y cuando el año sea bisiesto). Precisamente de esos capaces de generar tanta saliva como para llenar todas las escupideras de los tugurios de la ciudad. De los mismos que comparten manta y forraje con su caballo, el único ser que suele aguantarles... Aunque a Pelusa, aún siendo una equina, a veces le resultaban insoportables las costumbre de Johnny.
Decían las leyendas populares que Johnny era el causante del árido desierto. Y probablemente, si el vaquero pudiese ser congelado y transportado en el tiempo hasta nuestros días, los científicos también le echarían la culpa del cambio climático, las armas biológicas, y las plagas de insectos.
Aquella noche, como otra cualquiera, Johnny roncaba descontroladamente mientras permanecía tumbado sobre su cama de arena, y con la cabeza recostada sobre el cuerpo de Pelusa, su yegua de capa blanca y salpicaduras negras y marrones, cuya inteligencia era superior a la media de su propia especie… e incluso a la de su dueño. Era tal el tiempo que ambos pasaban juntos, que al vaquero se le conocía como Johnny Pelusa.
En medio del concierto instrumental de viento, el animal gustosamente se hubiese tapado las orejas con los cascos… si pudiera. La yegua estaba acostumbrada a los ruidos del vaquero… pero aquella noche eran realmente insoportables. Y lo cierto es que en los últimos meses, la équida llevaba ya aguantadas un sinnúmero de insoportables peculiaridades de su amo. 
Tras hacer mil aspavientos, probando diferentes relinchos y meneos, Pelusa finalmente acabó levantándose del suelo para dejar caer bruscamente la cabeza del vaquero, que pese al golpe siguió durmiendo y roncando como si no hubiese pasado nada. 
La yegua meneó la cabeza y suspiró exasperada. En un nuevo intento por conciliar el sueño, tomó con los dientes el gorro del maloliente vaquero, dejándolo caer exactamente sobre su cara. Cada vez que su amo efectuaba un nuevo ronquido, el sombrero era propulsado hacia arriba por el aire que brotaba de sus potentes pulmones, daba unas vueltas, y volvía a caer grácilmente en el mismo lugar.  Pero eso ni por asomo servía para amortiguar los ruidos… por lo que Pelusa, harta hasta las ojeras, acabó yéndose a dormir a otra parte...
A la mañana siguiente, Johnny se despertó a sí mismo con uno de sus propios ronquidos, concretamente con la madre de todos ellos. Su sorpresa fue mayúscula al encontrarse completamente solo en mitad del desierto… ¿Qué había pasado con su montura?
Comenzó a caminar sin saber muy bien a donde ir… aquella yegua cabezota se había llevado consigo todas las pertenencias del vaquero, incluido su viejo rifle, aquel con el que una vez se había disparado en un pie, y que desde entonces llevaba descargado por miedo a sí mismo, y solo para usarlo en caso de necesitar infundir respeto contra algún maleante de poca monta.
Tras caminar un buen rato, Johnny divisó a lo lejos lo que parecía un espejismo. Un oasis con palmeras y una gran charca de agua. El vaquero no se lo pensó dos veces, estaba sediento y perdido, así que decidió que más valía espejismo irreal que deambular errante. Corrió con todas sus fuerzas, y cuando estuvo cerca de alcanzar su visión, entonces frenó en seco.
Su yegua, Pelusa, estaba al fondo de la ilusión, pastando en unas plantas verdosas que crecían a la orilla de la charca. Johnny conocía muy bien los espejismos, así como que no había ningún oasis en aquel tramo del desierto, por lo que corrió hacia el sin dudar, dispuesto a atrapar por sorpresa al escurridizo animal.
Lo que Johnny no sabía era que Pelusa en realidad le esperaba a él. Harta de ser seguida a diario por una nube de insectos que no ella, sino su maloliente dueño atraía, la equina había buscado aquella poza y trazado un sencillo plan; esperar a Johnny justo del otro lado, haciéndose la distraída.
Cuando Johnny pisó el agua pensando que se trataría de arena, bien le hubiese gustado frenar antes de caer de bruces en toda la charca. Pero su carrera era tan veloz que aquello fue imposible, por lo que acabó sumergido por completo. El líquido se volvió marrón, y al poco las aguas se tornaron negras. En la superficie afloraron unas burbujas, y Pelusa se resguardó nerviosa tras una palmera. La nube de mosquitos que custodiaba día y noche al vaquero, plañó unas palabras de despedida, tal como si discursase en un funeral ante la tumba de un querido amigo, para luego emprender el vuelo hacia el horizonte, en busca de alguna nueva y mugrienta alimaña en la que instalarse.
Johnny no sabía nadar… y tampoco que hacía pie en el lago… El caso es que acabó perdiendo el conocimiento y viajando mentalmente al bar del pueblo, de donde la última vez le habían echado de malos modos; concretamente, lanzándolo entre varios al abrevadero de los caballos. Pero aquel día Pelusa había dejado seco el aguadero… así que en vez de remojar a Johnny, como era la intención de sus paisanos, estos le hicieron un psicodélico chichón en la frente. Después de eso, al vaquero no le quedaron ganas de regresar… y tampoco estaba dispuesto a bañarse para tener cierta vida en sociedad. Tenía su orgullo… y su olor era una marca característica de su personalidad. 

En el bar estaban los tipos de siempre.  A su derecha, también en el taburete frente a la barra, estaba sentado Roy el Sirena, que no era apodado así precisamente por que tuviese cola de pescado y surcase en top les los mares… Sino porque era el que avisaba al pueblo de los ataques y llegadas. Sus pulmones eran más sonoros que cualquier sirena, de ahí que fuese nombrado vigía pese a que apenas veía de lejos…
El taburete contiguo sostenía el trasero de Tom, alias Ligero. No había montura que pudiese sostener sus trescientos kilos de peso, ni asiento lo suficientemente temerario o reforzado que osase interponerse en su camino dos veces… Precisamente por su problema de kilos, el vaquero se veía obligado a viajar a pie. Aunque solía llegar a sus destinos con más prontitud que sus compañeros a caballo, por lo que las malas lenguas apuntaban que aprovechaba su corpulencia y las cuestas empinadas para ir rodando por todos los lares deshabitados. Eso explicaría que siempre anduviese lleno de arena y barro…
Por último estaba el camarero, el viejo Billy el Nieto. Su mote era de los más antiguos del pueblo… se remontaba a aquellos años en los que era nieto de su abuelo, y no el yayo de alguien vivo. 
Billy rechinó los dientes mientras miraba con desagrado a la izquierda de Johnny, por lo que este secundó la mirada del viejo. En el taburete a su siniestra, estaba sentada la yegua Pelusa tan larga era. Sus cascos tenían dos largas prolongaciones a modo de dedos, y con estos sostenía un vaso de whisky animado con una sombrilla, que llevaba a la boca a intervalos intermitentes ayudado por una pajita de colores.
Johnny contempló estupefacto a su amiga equina, tan humana como cualquier borracho más, sentada en la barra del bar y dándose a la bebida. Recordó que en cierta ocasión había caído en su poder una botella de vino, y la yegua se la había pimplado tan frescamente. Pero aunque podría imaginarse al animal en cualquier contexto, jamás con su casco dividido en dos dedos, sujetando un vaso de whisky, y sentado en un taburete del bar.
El animal le devolvió la mirada. Había algo humano en sus ojos.
-          Johnny… Debes afrontar tu miedo al agua con cierta frecuencia- -Rompió a hablar la équida -
Ein? –Exclamó el vaquero, a punto de desmayarse de la impresión de que su yegua hablase.
-         Y luego dice que soy yo la que rebuzna… Gruñó Pelusa para poco después libar otro sorbo de whisky a través de la pajita. 
-         ¿Estas… hablando? Preguntó en alto el vaquero. Después robó el vaso del Sirena y bebió el whisky de un solo trago–. ¿Y qué será lo siguiente? Ya solo me falta ver pasar a Cuescos volando…
Cuescos era un perro, vagabundo y de todos a un mismo tiempo, ya que obtenía su sustento colándose en las casas cuando dejaban las puertas abiertas, así como de la caridad de los viandantes. No acabó de pronunciar Johnny la frase… cuando dicho perro irrumpió en el bar, y no a pie precisamente… Ya que en su lomo tenía dos alas que lo mantenían a flote.
El perro voló hasta ocupar el taburete vacío al lado de Pelusa, y acto seguido pidió con voz entendible una copa al Nieto. Antes de probar su consumición, el perro se volvió hacia el vaquero, que le observaba con expresión demente.  
-         Johnny… amigo… ¿De verdad eres tú? Si me hubiese quedado ciego, jamás te reconocería por tu olor… ¿Es que te has dado un baño?
-         Ojala solo fuese eso… Suspiró el vaquero, tan atolondrado por los hechos que al final había decidido dejar de pensar en su coherencia.
Recordaba haber perseguido a su yegua, incluso haber caído en la charca y haberse desmayado. Aquel lugar debía de ser una especie de cielo… el cielo de los borrachos claro. Allí donde tenían cabida todo tipo de disparates.
-        Te veo mal, tío… Exclamó el perro tras darle un trago al licor, y, a continuación, haciendo honor a su nombre, tirarse un sonoro cuesco–- Ahora que te has bañado… ¿Qué será lo siguiente? ¿Tener casa propia? ¿Independencia laboral? ¿Familia y diez churumbeles?
-         No… ¡por Dios!
-         Deja de traumatizarlo Exigió la yegua mosqueada–- No me negarás que el baño era necesario…
-         Amiga equina… ¿No crees que este hombre ya ha estado demasiado tiempo en remojo? Cada vez ve cosas más raras. ¿Un perro con alas y un caballo con una sombrilla en su vaso? ¡Está muy mal! Si no haces algo pronto va a acabar ahogándose…
Johnny sintió un fuerte mareo, similar a la inestabilidad que lo había arrastrado originariamente al bar. Cuando recuperó la consciencia estaba volando… a ras de tierra. Su yegua lo llevaba en volandas, sujetándole con los dientes por el cuello de la camisa y arrastrándolo lejos de la ennegrecida agua.
Una vez lo soltó sobre la arena, Pelusa posó su pandero encima del pecho de su dueño. Las piernas y brazos del vaquero se elevaron, a la par que este expulsaba fuera toda el agua que oprimía sus vías respiratorias. Johnny respiraba agitadamente, observando receloso a la yegua sobre él, ahora de pié y con su morro pendiendo sobre su cabeza, mientras que de su boca asomaba peligrosamente una baba con complejo de estalactita. 



Johnny recordó atentamente la escena que acababa de vivir. El bar y sus amigos de borrachera, la yegua sosteniendo un whisky, y el perro del pueblo hablándole de su futuro tras el baño… ¡El baño!
El vaquero se olió las ropas y el cuerpo. No quedaba en él ni un retazo de su pestilente olor, su yegua se había encargado de dejarle en remojo el tiempo suficiente.
Pelusa se revolvió inquieta. Un carromato se detuvo muy cerca del oasis, encontrándose a caballo y vaquero empapados y relucientes, aun cerca de la charca negra.
De su interior se asomó una hermosa joven, que en cuanto vio al vaquero completamente empapado le ofreció un asiento en su transporte. Johnny accedió encantado, nunca antes una mujer le había pedido que se sentase a su lado, es más, ni siquiera que se pasease a un kilómetro a la redonda. Quizás eso del baño no fuese tan mala idea después de todo.
-         —¡Atchurumbeles…! –Exclamó Pelusa con un sonoro estornudo.
Johnny recordó aquel extraño sueño submarino… y como Cuescos le advertía de que su baño, bien podía significar el comienzo de su cambio. Pero tan halagado estaba de poder sentarse cerca de aquella muchacha, que parecía haber olvidado sus principios de rudo, solitario… y sobretodo pestilente vaquero.
Una vez dentro, Johnny se quitó el sombrero en respeto a tan distinguida dama. La muchacha estaba sonriente, y poco a poco, y sin presentación o palabras previas, fue acercando su morro al del vaquero, que no se pensó dos veces el ofrecimiento, ya que jamás le había ocurrido tal cosa.
El vaquero cerró los ojos justo antes de besar a la muchacha. Su piel era suave, pero Johnny sentía unos inquietantes  pinchazos en los morros… como si la dama tuviese barba… Sobresaltado, abrió los ojos de golpe. La dama había desaparecido. En el interior de la carreta viajaban los borrachos de su anterior sueño, y aquel que besaba sus morros con esmero era Cuescos, el oloroso perro vagabundo del pueblo.
Johnny  se tambaleó por la impresión. Quiso apoyarse en la madera del carromato, pero al no atinar se aferró al aire, por lo que cayó de bruces al suelo. Rápidamente comprobó que la diligencia no era más que un espejismo de los que solía gastarse el desierto. Pero si que había alguien ahí… Roy el Sirena, Tom el Ligero, su barman, Billy el Nieto… y hasta Cuescos, el perro. Los cuatro contemplaron al vaquero encharcado, aplaudiendo que al fin la peste le hubiese abandonado.
-         —Lo cierto es que nos tenías preocupados… -Confesó el Nieto.
-         —Así es… —Afirmó el Sirena—. A Billy sobretodo le preocupaba que dejases de hacer consumiciones en su bar. Con esto de la crisis hay que cuidar hasta a los clientes que huelen ma…
El tabernero propinó un guantazo a Roy, haciéndole callar de golpe.
-         —¡Te has dado un baño! –Exclamó Ligero entre aplausos. Después, comprobó el estado del lago—. Aunque aquí jamás volverá a existir vida alguna…
-        — ¡Tampoco es para tanto! –Gruñó Johnny cabreado.
Dicho y hecho, una rana persiguió inocentemente a una mosca, saltando sobre la charca y hundiéndose en sus aguas. Unas burbujas fueron el último rescoldo de la vida que aquel lago tóxico se había tragado.
-         Será mejor que llevemos a Johnny a la tabern… a casa Sugirió el Nieto.
-         Si… todo volverá a ser como antes… Celebró el Sirena—. Pero mucho más limpio. Por cierto… ¿Cómo es que al final se te dio por lavarte, Johnny el guarro?
-         Os aseguro que fue un accidente Se justificó el vaquero—. Esa condenada yegua…
-         ¡Siempre dije que tu caballo tenía más sentido común que tú! -Rió el Sirena.
Johnny ató a su yegua al carromato y subió junto a sus amigos. El Sirena arreó a los caballos, y todos emprendieron el camino de regreso al pueblo.
Entre bache y bache, Johnny juraría que aquel perro, Cuescos, le guiñaba un ojo en cuanto tenía ocasión. El canido en realidad era un auténtico friki del mal olor. Y aunque estaba decepcionado porque ahora su vaquero favorito no oliese a albañal podrido, tenía la esperanza de que con el tiempo volviese a ser el rey fétido de siempre.
En caso contrario; que sentase cabeza y formase familia… a Cuescos siempre le quedaba la ilusión de ser el perro guardián de su casa, instructor y defensor  de por lo menos diez churumbeles malolientes…

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