martes, 20 de diciembre de 2011

Relato fantástico. El camino a Alyanna. Parte 2.

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El camino a Alyanna. Parte 2.


La noche sin estrellas irrumpió sobre la fortaleza. Las murallas se hallaban delimitadas por antorchas, y solo el fuego daba algo de claridad en medio de la densa negrura.
            Mientras tanto, Aslam oteaba el horizonte desde la torre vigía. Estaba completamente sumido en sus pensamientos, por lo que cuando Gaada acudió a hacerle compañía, se sobresaltó inevitablemente.
—Parece como si el propio Azmat hubiese invocado tal oscuridad —Declaró la guerrera, completamente descorazonada.
—La oscuridad en realidad es neutra: bien puede favorecer a uno… u a otro. La victoria no depende de ella, sino del acierto de nuestras estrategias. Por eso, mientras la noche esté en calma, será mejor que durmáis un poco.
—¿Y despertar herida de muerte, con la ciudad bañada en llamas, y los plañidos de los inocentes repicando en mis oídos? No, gracias. Prefiero aguardar despierta la batalla, no sea que esta me sorprenda adormilada.
—Siempre habéis sido muy testaruda.
—Y tú muy esquivo —Rió Gaada.
—Es una ventaja en la batalla esquivar los ataques enemigos. Hasta ahora nadie se había quejado.
—Diciendo esquivo no me refiero a tú habilidad de esquivar las estocadas… pero si a la de evadir los sentimientos.
            Aslam guardó escrupuloso silencio en medio del suspiro de Gaada. Siempre ocurría de la misma manera entre ambos.
—Seguirás enmudeciendo cada vez que nombre esa palabra: «sentimientos». ¿Cómo alguien que demuestra tal valor en batalla, puede tener semejante terror a vivir?
—No es el miedo, sino la sensatez, quien me mantiene en silencio cuando esperas que te corresponda. Querida Gaada; nunca habrá otra mujer a la que mi corazón ame, y es precisamente por eso que debo alejarte de mi vida fugaz. De mi ser gaseoso, que algún día bien podría no regresar a estas tierras. ¿No te das cuenta, querida mía, de que en realidad te has enamorado de una nube cuando está a punto de llover?
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            Gaada bajó la cabeza, herida por la cruel comparación de Aslam. Una vocecilla muy lejana, allí en el fondo de su mente, le susurraba que las palabras de su amado eran ciertas. Pero su corazón gritaba tan fuerte, que no permitía que la joven escuchase a nadie más.
—Esa idea es la que te ha impedido vivir una vida plena. ¡En ambos lados! En tu mundo porque tu existencia no te llena, y aquí porque nunca sabes cuánto tiempo podrás quedarte.
—Mí querida Gaada —Susurró Aslam mientras tomaba cariñosamente las manos de la joven entre las suyas—. Sería tan fácil para mí corresponderte. En realidad es lo que pide mi corazón a gritos, y a veces con tal desesperación que parece auto mutilarse para chantajearme. Pero tú no mereces a alguien que solo pueda amarte a medias —Sentenció—. Lo que tendrías conmigo sería un breve instante, a penas el soplo de vida que mantiene prendida la llama de mi ya longeva vida.  Solo te diré de mi mundo, que allí el tiempo es mucho más raudo que en Alyanna.
—Conozco los detalles de tu mundo, incluso aunque tú no me los revelaras.
—¿Cómo es posible? —Exclamó Aslam sin poder creer lo que decía Gaada—. ¿Acaso hay alguien más, algún otro viajero que haya encontrado el camino a Alyanna?
—No a Alyanna. Pero si a vuestro mundo —Confesó la joven.
            Un estruendo sepultó la conversación bajo su sonoridad, seguido después por un alarmante grito de guerra. Todas las antorchas se apagaron al unísono, y la incertidumbre se adueñó de la ciudadela armada, cuyos soldados comenzaron a dar palos de ciego, hiriéndose entre sí a causa de la confusión y la oscuridad. Aquel ruido constante ensordecía la razón e impedía fluir a todo pensamiento coherente, así como escuchar y pronunciar órdenes de batalla.
            Tras unos instantes de incertidumbre, la claridad volvió al lugar como si alguien hubiese convocado al propio día. Pero no fue el sol, sino las llamas de un gigantesco dragón rojo, quienes volvieron a encender las almenaras, dejando ver en la ciudadela una escena totalmente dantesca.
            Los ejércitos allí hermanados se habían quitado la vida entre sí. Ellos mismos se habían bastado para derrotarse, confundidos por aquel grito de aterradora sintonía.      Aslam contempló la escena en absoluto pasmo, con Gaada inconsciente entre sus brazos. La mitad de los hombres habían perdido la vida en la confusión de la noche. Y los que aún quedaban en pie, más que humanos parecían dementes, trastornadas almas en pena. La única explicación a que él continuase cuerdo, era la singularidad de su procedencia, menos ligada a aquel mundo que la vida de todos los demás.
—¡Azmat! —Bramó Aslam con toda su furia, depositando a Gaada en sitio seguro para luego asomarse al borde de la muralla.

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            La respuesta de su enemigo no se hizo esperar: el dragón rojo surcó el cielo a su encuentro, y Aslam le recibió espada en mano. Pero a pesar de su valor, la furiosa embestida del monstruo alado no pudo ser contenida por su arma dorada, por lo que Aslam salió impulsado muy lejos, hasta batir su cuerpo contra uno de los muros de piedra. Azmat se asomó sobre la cabeza del dragón mientras este aún se mantenía en el aire, ordenándole posarse sobre la muralla, muy próximo a su enemigo abatido. Entonces, el guerrero se colocó de un salto sobre el suelo, donde a pesar de haber abandonado su temible montura, su altura y complexión eran apabullantes: además, su armadura estaba llena de afilados salientes metálicos, que aún le otorgaban un aspecto más feroz.
            El gigante alargó su espada hacia el cuello de Aslam, que permanecía semiinconsciente en el suelo. Su sonrisa era la mejor muestra de su profunda alegría; tal era su autosuficiencia, que estaba decidido a prolongar la agonía de su eterno enemigo, para así divertir su ahora elevada autoestima.
—Aslam… Aslam —Rió—. Yo te hubiese dado gloria y poder;  en cambio decidiste oponerte a mí. Y hoy, finalmente, he aquí mi gloria: ha llegado en tan pocos minutos que hasta casi me parece un dulce sueño.
—Todo sueño tiene su despertar —Sentenció Aslam mientras trataba inútilmente de levantarse.
—Entiendo muy bien a lo que te refieres —Rió Azmat aún con más fuerza—. Tu mundo también es interesante. Quizás cuando esté bien establecido como el gobernante de este, con el castillo del Tiempo y su poder a mis pies, me decida a conquistar también tu patria. Aquella a la que siempre regresas, aun contra tu voluntad.
—Si por mí fuera podrías quedarte con ella. Pero jamás permitiré que sometas Alyanna.
—¿Por qué reniegas así de un lugar con tantos misterios? ¿Quizás porque el heroico Aslam allí tan solo es un pobre viejo? ¿Quién te admiraría aquí, amigo, si observasen tu cuerpo arrugado vencido por el tiempo, y recluido del mundo tras muros que tú mismo has erigido? ¿Dónde está el valiente Aslam en tu mundo, Aadam?
            El guerrero se estremeció al oír su autentico nombre pronunciado por los labios de su enemigo. Entonces acudieron a su mente las últimas palabras de Gaada: Alguien había encontrado el camino para llegar desde allí a su mundo. ¿Sería ese alguien Azmat?
—He comprobado personalmente que tu transformación no es algo tan raro, pues quienes pertenecemos a Alyanna tampoco llegamos a tu mundo con nuestro aspecto original. Parece que en la transición nuestra forma es guiada por una serie de pautas que desconozco. Espero que te guste la forma que me ha escogido, viejo amigo, puesto que pronto te hará una visita.
—¿Visita? —Exclamó Aslam cuando por fin reunió las fuerzas y el equilibrio necesarios como para levantarse.
—No solo descubrí el camino a Alyanna, sino el motivo de tu suerte. Parece que no morirás mientras sea aquí donde te mate. Pero… ¿Acaso ocurriría lo mismo si destruyese tu cuerpo original? Vale la pena intentarlo.
            Azmat alzó el brazo en el que portaba su espada, una réplica de la de Aslam, atrayendo el arma de su adversario hacia sí, al mismo tiempo que este le arrojaba su propia arma. El dragón se interpuso entre ambos guerreros justo cuando Aslam emprendía un vigoroso ataque contra Azmat, viéndose obligado a luchar contra el coloso carmesí antes de llegar a su auténtico oponente.
            El guerrero de formidable armadura se tumbó despreocupado sobre el suelo, justo al otro lado de donde su montura libraba una feroz batalla contra el guerrero. Sus ojos se cerraron a la par que lo hacían sus dedos sobre un reluciente colgante que había tomado de su cuello. Y entonces este comenzó  a brillar fusionándose con la espada, aquel retazo que necesitaba para encontrar el lugar que deseaba visitar en la otra dimensión. El resplandor siguió aumentando, y su brillo acabó haciéndose tan intenso que finalmente ambos desaparecieron.

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            Tras inquietantes penumbras llegó la claridad de la tarde. Azmat ya no era aquel gigantesco guerrero de aspecto temible. Continuaba portando su espada, pero no en su mano, sino en su nueva boca de hiena, ya que el salto entre mundos, tan sabio como las líneas invisibles del tiempo, había juzgado conveniente transformar a tan vanidoso ser en una alimaña carroñera.
            En el salón, las llamas consumían los escasos restos de la madera, mientras que en el exterior la nieve cubría la tierra. En el centro había una mecedora, y sobre ella un anciano que sujetaba un libro medio caído entre sus dedos. A sus pies, una vieja loba dormía tan profundamente como lo hacía el anciano, y mostrando el mismo aspecto maltrecho y gastado por el paso del tiempo.
            El carroñero se acercó con sigilo, con la espada dorada entre sus dientes. Cuando hubo apuntado con certeza a su cuello, se dispuso a clavar el metal en la garganta del viejo. Pero en ese preciso momento, sus fuerzas se extinguieron a la par que recibía un insoportable dolor en su pecho.
            La vieja loba había despertado de su letargo, encontrándose la estampa del enemigo acechando a su amo. Sus mandíbulas desdentadas habían asido el punzón de hierro con el que el anciano habitualmente atizaba las llamas, clavando este contra el cuerpo de la traidora hiena, justo antes de que esta pudiese concluir su propósito.
            La alimaña se giró bruscamente, rabiosa por tan tonta derrota, hiriendo con su espada el costado de la vieja loba, justo antes de caer muerta y esfumarse su aliento cual cenizas dispersas al viento. 
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            Al otro lado, sobre el Castillo del Tiempo, el dragón rojo emprendió de pronto el vuelo, dejando a Aslam finalmente camino libre hacia su enemigo. Pero no fue necesario que emplease su fuerza contra él, puesto que cuando llegó a su lado, Azmat  yacía muerto sobre un charco de sangre, con una profunda herida que le atravesaba el corazón.
            Aslam no entendía lo que había ocurrido. El maleficio de aquel sonido convocado por el dragón de Azmat desapareció con su muerte, y todos los soldados que aún quedaban en pie alzaron sus armas victoriosos cuando contemplaron el cuerpo del villano, al fin muerto bajo los pies de su héroe.
            Pero Aslam no era feliz. Desconocía como había sido vencido Azmat, y aunque se alegraba de lo que eso significaba, a la vez era presa de un mal presentimiento.
            Se escapó de los gritos de victoria y de alabanzas por una gesta que no había cumplido. Observó el panorama, y a todos los guerreros caídos, y entonces recordó el lugar en el que había dejado a Gaada. Pero cuando regresó, estaba vacío.
            La ansiedad se adueñó del habitualmente calmado guerrero, especialmente cuando encontró y siguió un reguero de sangre que se hacía cada vez más espeso, y en cuya culminación yacía moribunda su compañera.


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            Aslam se arrodilló velozmente, y acto seguido, tomó a la joven con la delicadeza de quien roba un pétalo a una flor. Los ojos de Gaada se abrieron al contacto de sus cuerpos, mientras que dos lágrimas bañaron las pupilas del hombre, cuyos dedos palparon la herida que atravesaba el vientre de la guerrea, y por la que se le escapaba la vida.
—Me hubiera bastado un instante —Rió Gaada—. ¿Acaso no es mejor eso… que nada?
—Tendrás tu instante y muchos más —Prometió Aslam entre jadeos, como si fuese su cuerpo el moribundo a pesar de que solo estaba herida su alma, aunque con tal profundidad, que bien podría desangrar su espíritu—. Olvidaré todas las restricciones que me impuse. Olvidaré todos mis vanos intentos de darte algo mejor que yo mismo. Prometo que olvidaré la condena de regresar a mi mundo, y solo pensaré en disfrutar el tiempo que pueda estar a tu lado en Alyanna.

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—Hace quince años que averigüé las razones por las que jamás te dejaste amar. Y aún así te quise. No me arrepiento de haber sido tu fiel compañera todo ese tiempo, aun cuando mi cuerpo allí era gris y triste, como el tuyo. Pero estábamos juntos, y eso era cuanto siempre he querido.
—¿A qué te refieres? –Exclamó Aslam, aturdido.
            Pero Gaada cerró los ojos al tiempo que su pulso se detenía. El corazón del propio Aslam se paralizó como si así pudiese devolverle su aliento. Las voces alrededor fueron menguando hasta volverse susurros, y después ecos lejanos que dieron paso al silencio… y este a las llamas.


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            Cuando recobró la vista, la chimenea consumía las cenizas. La mecedora sobre la que se sentaba estaba manchada de sangre, pero no pertenecía a Aadam.
            El anciano se puso en pie rápidamente abandonando su asiento. En la habitación, a sus pies, yacía muerta Zaafira, su fiel loba. Y no había sido herida por su longevidad, sino por una espada en su vientre.
            Consternado, Aadam se arrodilló hasta que sus manos acariciaron el suave pelaje del animal, mientras que las lágrimas bañaban su rostro compungido, tan dolorosamente como si de sus ojos se desprendiesen afilados cuchillos.
—Todo este tiempo has permanecido en silencio a mi lado, Gaada. En ambos mundos: el que odiaba y el que amaba. ¿Y aun sabiendo quien era, me amabas?
            Aadam asió el punzón que aún estaba en la boca de la loba. Tras llevar su filo hacia su corazón, tomó aire con fuerza. Cerró los ojos y frunció su ceño, y con un único impulso sentenció su último aliento en aquel mundo que detestaba.  

            Aslam sintió una gran calma, una apacibilidad alejada de todo dolor. La angustia se había disipado de su mente, igual que el rocío se evapora en respuesta a la calidez de los rayos del sol.
            No sabía cómo, pero de nuevo se hallaba en el castillo del Tiempo, en la más alta torre, desde donde se visualizaba su amada Alyanna en todo su esplendor. Podía ver los campos verdes, los caminos, los maizales, los bosques y ríos. Todo era hermoso, y se extendía más allá de donde la vista alcanzaba.
La calidez le envolvió, y Aslam supo que era Gaada quien le abrazaba aun antes de girarse hacia ella.

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            Sin pretenderlo, ambos habían encontrado el camino definitivo a Alyanna: aquel que solo se recorre al morir por amor. El mundo que tanto amaban les había abierto los brazos para siempre, y ya nunca tendrían que abandonarlo.


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