miércoles, 30 de noviembre de 2011

Relato de terror. Bajo la cama.


Nuevo relato de terror atendiendo a la demanda de algunos lectores aficcionados al género.


Imagen de morguefile

Bajo la cama.

«Ha llegado tu hora» Susurraba una tétrica voz bajo mi cama.
Me tapé con las sábanas hasta cubrir mi cabeza y respiré entrecortadamente bajo ellas. No podía huir, ni tampoco gritar. Aquella voz que cada vez me parecía más terrorífica comenzó a acompasarse con los sonidos de mis inquietas respiraciones, cambiando las palabras por una canción de cuna que repetía la misma frase. Tenía que ser una pesadilla… una mala jugada de mi imaginación. Todo el mundo sabía que no había monstruos bajo la cama, y si alguien se enteraba de que le había dado crédito a una idea semejante solo se burlarían de mi cobardía. Así que decidí ignorar la voz y a mi propio miedo arropándome bajo las sábanas. Por alguna extraña razón allí me sentía seguro.
Casi me había quedado dormido cuando sentí una fría mano sobre mi hombro. Dolor, mucho dolor, la calidez de mi propia sangre encharcando las sábanas. Y después solo calma, una inmensa e irónica calma. Me di cuenta de que ya no respiraba agitado, y de alguna forma supe que no volvería a tener miedo.

Al día siguiente la policía encontró mi cuerpo mutilado sobre mi cama. Mis ojos continuaban abiertos como platos, y en mis manos, todavía tensas tratando de sujetar inútilmente las sábanas, alguien había dejado una nota escrita con sangre:
«¿Desde cuándo arroparse bajo las mantas puede protegernos del oscuro mundo que habita bajo nuestras camas?».


martes, 29 de noviembre de 2011

Relato de terror. Antes de olvidarte,



Hoy estoy muy feliz. Uno de mis relatos ha sido finalista en el II Certamen de Microrrelato de Terror ArtGerust. Homenaje a Poe.

Se titula: "Antes de olvidarte" y por cuestiones de no incumplir las bases os invito a leerlo en el enlace de la página.  



lunes, 28 de noviembre de 2011

Relato de humor. El sobrino



El sobrino.

El día iba de mal en peor. El letrado había perdido el juicio en los tribunales, y en su cordura al aceptar el puesto de niñero.

El bufete estaba lleno de juguetes, más que un despacho parecía un kindergarten. Su sobrino, que era bien avispado, aprendió a decir «abogado» antes que a pronunciar «mama», y a leer fijándose concienzudamente en los papeles amontonados sobre las mesas de trabajo.

Cual mascota de la oficina, el inquieto niño absorbía como una esponja cuanta información llegaba a sus dispuestos oídos. Era por ello que la agencia de detectives del edificio se alegraba tanto de sus visitas subrepticias. Invitándole a galletitas azucaradas conseguían que el niño les relatase sus aventuras en el bufete. Su historia preferida tenía que ver con el armario de la sala de juntas donde se escondía a menudo. Gracias a su prodigioso cerebro superdotado podía repetir hábilmente el conjunto de palabras retenidas… incluso aquellas que no llegaba a comprender.

Aquel año el bufete de su tío quebró…

Melina Vázquez Delgado

sábado, 26 de noviembre de 2011

Relato de denuncia social: Abre los ojos.

Imagen por ssh, flickr.com
Abre los ojos.

Simplemente abrí los ojos, como tantas otras veces a lo largo de mi vida, pero tardé pocos segundos en descubrir que esa mañana era diferente. Aquellas no eran mis sábanas, ni tampoco mi cama… ni siquiera estaba en mi habitación. Todo era extraño y desconcertante.
            Recordé un día normal de mi rutina: levantar y darles el desayuno a mis hijos, llevarlos al colegio, ir a trabajar, recogerlos al atardecer y regresar a nuestro diminuto apartamento. Aquel séptimo sin ascensor era todo lo que podía permitirme después del divorcio, pero allí estábamos en paz, y lo más importante, lejos de mi demente ex marido.
            Seguí observado la habitación. Había flores en las mesitas, una televisión de moneda y hasta barrotes en los bordes de mi cama. Tenía toda la pinta de ser la habitación de un  hospital. Quise levantarme de un salto pero mi cuerpo estaba entumecido, así que tuve que incorporarme lentamente. Caminé con torpeza hasta llegar a la puerta, y justo cuando estaba a punto de girar el pomo alguien se adelantó al otro lado.
            Los visitantes, dos muchachos de mi edad, mostraban tal sorpresa en sus rostros que parecían ellos los que acababan de despertase en un hospital.
­            —¿Qué ha pasado? ¿Dónde están mis hijos? —Pregunté desesperada.
            La joven derramó una lágrima y salió huyendo. Solo el chico se quedó a mi lado, aunque visiblemente impresionado. Cuando consiguió reaccionar simplemente entrelazó mis dedos con los suyos, haciéndome bajar la vista hacia ambas manos. ¡Pero esa no era mi mano!
            —Él te esperó a la salida del trabajo —Dijo el chico—. Pensó que te había matado, y por treinta años así fue.
            Entonces vi mi rostro reflejado en las pupilas del joven, que aclaró mis dudas empleando solo un par de palabras.
            —Hola mama.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Relato fantástico. El reino de las nubes

Image: xedos4 / FreeDigitalPhotos.net

El reino de las nubes. 

El niño miró dentro de la lavadora, e inmediatamente dedujo que bien podía simular su propia nave espacial. Usó la escasa fuerza de sus piernas para saltar dentro del tambor, y su inmensa imaginación para hacerla funcionar. Supo que la nave arrancaba en cuanto sintió gruñir el motor en su cabeza, entonces pisó el pedal a fondo y voló lejos a través de las estrellas. El viaje fue tan largo y el pequeño astronauta acabó tan agotado que finalmente puso el piloto automático y sucumbió al sueño.
     Cuando se despertó, el pequeño aparcó su nave junto a un satélite y saltó del tambor.  En cuanto cruzó el umbral se despidió de su imaginación para volver a poner los pies en tierra, pero al instante se dio cuenta de que había algo raro. Su casa no era tal y como la recordaba. Los muebles habían cambiado y la luz llegaba con poca fuerza, como si el sol se estuviese apagando. El suelo estaba encharcado y la casa en ruinas. Definitivamente no era su hogar, debía de tratarse de un mundo paralelo al que había llegado por accidente, quizás absorbido por algún agujero negro.
     Pero no tuvo mucho tiempo para explorar, pues de pronto el agua subió hasta el techo dejándole completamente sumergido. Las paredes se encogieron hasta impedirle moverse, y todo su mundo comenzó a girar velozmente con él dentro. Estaba perdido, lejos de casa, y en un mundo desconocido que amenazaba con devorarle.
     Poco después, el pequeño se despertaba completamente empapado en brazos de su madre, que lo agitaba nerviosamente rogándole que despertara.
—¡Te dije que no jugaras en la lavadora! —Lloraba mientras lo acunaba en su regazo.
     El pequeño alargó la mano para tocar la cara de su madre, ansioso por apagar su llanto diciéndole que todo estaba bien, pero sus dedos resbalaron tal cual palpasen una nube… una nube que en realidad era él. De alguna forma supo que había llegado a un mundo paralelo del que ni su nave, su madre o su imaginación podrían traerle de vuelta. 

  
* Relato publicado en la
revista digital "Minatura"
especial "Mundos paralelos".

lunes, 21 de noviembre de 2011

Memorias al viento. Un relato sobre el alzheimer.


Licencia de la imagen: flickr

Memorias al viento

23 de Enero del 2007.
El sol bañaba mi ventana con su calor, a la par que evocaba en mi mente recuerdos fugaces, memorias de una vida pasada que a veces juraría que nunca había existido.  

Aquella mañana desperté en un lugar desconocido. De hecho todo lo era, a excepción de pequeñas cosas primarias. Por ejemplo, sabía cómo pronunciar palabras, incluso como ordenarlas hasta dar significado a mis dichos. No obstante,  no lograba revivir la figura de quien me había enseñado a hablar, ni tampoco de si había intercambiado palabras con alguien alguna vez. Intuía que tenía hambre, pero no recordaba cual era mi comida favorita, ni con quien había compartido mis almuerzos durante los últimos 79 años. Insistían en que esa era mi edad, y yo, indefenso y vacío, era como un recién nacido que acaba de conocer el mundo, un infante desprotegido al que han de recordarle hasta quién es.

Alzheimer. Ese parecía mi segundo nombre, ya que solían pronunciar ambos en la misma frase. ¿Cómo era posible que una sola palabra justificase lo que ni yo mismo alcanzaba a comprender?

Percibí que había alguien conmigo en la habitación, una mujer que no vestía uniforme blanco. Su rostro era agradable, perlado como el mármol, enmarcado por sus largos cabellos castaños. Ella tocó mi hombro con la delicadeza con la que se rozaría un pedazo de cielo. Su semblante mostraba una sonrisa forzada, no secundada por sus ojos, vidriosos como si retuvieran el llanto tras sus pupilas esmeraldas. Sus labios temblaron como si luchasen por pronunciar unas palabras que finalmente no llegaron.

¿Quién eres?Le pregunté intrigado.
¿Recuerdas que una vez amaste…? Musitó ella.  

            Fue como si el sonido de aquella voz hubiese abierto una puerta hace mucho cerrada. Su cara, que desde un principio había visto tan bella, evocó en mi mente el rostro de mi único amor: Gabriela. Aquella a quien no sabía ni cuándo ni dónde, había olvidado y perdido.
            Rememoré el día en que nos conocimos, nuestros paseos por la playa, el anillo de diamantes que había escondido en su vino. Estaba tan feliz de haberla recordado… Ahora que ella estaba a mi lado, que mis recuerdos habían regresado, podría ser al fin dueño de mi propio tiempo perdido.

Gabriela… mi amada Susurré mientras acariciaba con dulzura su cara—. ¿Cómo pude haberte olvidado siquiera un instante?

            La muchacha se abatió en medio de mi alegría, al igual que se derrite el hielo entre la calidez del día. Sus próximas palabras se clavaron en mí fatigada alma, tal y como haría una profunda espina en la carne desprotegida.

Así se llamaba también mi madre. La mujer a la que una vez amaste.
¿Cómo es posible? Exclamé consternado.

Hace ya diez años que su cuerpo exhaló su último aliento. Y poco después, tu mente comenzó a olvidar y a confundir recuerdos, quizás para poder sobrevivir al dolor de su muerte. Yo soy aquella hija a la que nunca conociste. Ahora que al fin te he encontrado, yo misma te relataré tus recuerdos pasados, y también te ayudaré a escribir otros nuevos.

Su mano se entrelazó a la mía, y entonces contemplé ambas extremidades contiguas. Una tersa, de largos dedos lisos. La otra una pasa herida. No, de ninguna manera podía ser ella mi Gabriela. Mi amor había muerto ante mis propios ojos, y jamás había podido vivir con ello, ni sin ella. Era como si hubiese estado recorriendo un túnel desde hacía demasiado tiempo, tanto que había olvidado su principio, y si me dirigía hacia algún final.

Tras abandonar mis cavilaciones, descubrí que estaba ante una cálida ventana, en una habitación que juraría no haber visto nunca antes. Mis ojos observaban la situación  sin comprenderla: Había una bella mujer conmigo, llorando a lágrima viva sobre mi hombro. Traté de consolarla, pero ni siquiera recordaba cuando había llegado a mi lado.



12 de Febrero del 2007.

Hoy fue mi nacimiento, pero mis manos arrugadas pegadas al tibio cristal del ventanal, me indicaban burlonas que yo ya era un antiguo conocido del tiempo.

A mi lado, un niño de cabellos castaños y ojos verde esmeralda, jugaba en el suelo con su muñeco de trapo. No reconocía aquella estancia, pero era acogedora, cálida como el brillo del sol en la ventana, agradable como el mantón que alguien había colocado sobre mis hombros.

Entonces irrumpió en la habitación una mujer muy agraciada. La muchacha me contempló con ternura, con su rostro sonriente y su mirada cálida, tras lo que se dirigió hacia mí para tomar al niño en brazos.

Era como si me conociese mejor que yo mismo; en cambio, yo no sabía quién era ella: de hecho, no había más recuerdos en mi cabeza que el calor del sol en el ventanal aquella nueva mañana. Mis memorias debían hallarse muy lejos, diluidas en el propio viento. No se puede extrañar lo que se desconoce, aunque sí se pueda sentir su frío puñal en el alma. Clavado en el vacío de la mente; en ese lugar secreto en el que deberían alojarse recuerdos… y sin embargo, no hay nada.

—¡Abuelo! –Exclamó el muchacho—. ¿Volverás a contarme tus historias?

—Lo siento pequeño, me temo que no recuerdo nada que contarte.

El niño rió. Era como si ya hubiésemos tenido una infinidad de veces esa misma conversación, pues pese a su corta edad rápidamente señaló el libro que tenía sobre mis rodillas.

            Abrí la primera página, donde tan solo había un título: “Mis memorias”. En ese preciso instante, me recordé a mi mismo escribiendo mis recuerdos en el diario al lado de mi tenaz hija. También me vi relatándole a mi nieto las anécdotas que había ido recordando, escribiendo y volviendo a recordar cuando las releía.

A medida que comenzaba a leer en voz alta, volvía a ser yo, al menos por un breve instante. Y entonces, cuando era consciente de mi situación, me aterraba la idea de volver a perderme.

Los recuerdos pueden extinguirse tal y como lo hace la llama de una vela. Pero aun a tientas, a veces es posible encontrar el camino de vuelta entre las penumbras de la memoria.